Partes Mínimas,  por Jorge Andrés Paita

 

 

Esteban Moore confirma ahora, en Partes Mínimas, la condición de poeta personal e innovador que ha venido mostrando en otras ocasiones. Así, por ejemplo, cuando nombraba “la patria”,  desentumeciendo la expresión de hieratismo de museo y reanimándola en una atmósfera de ternura casi doméstica; así cuando arriesgó, indemne, más de una jugada con el voseo, aventura siempre tentadora y problemática en estas latitudes (como observó con profundidad Murena en un ensayo de El pecado original de América), de la que hay muestras también en este libro.

 

Componen Partes Mínimas diecisiete muy breves poemas en prosa, de carácter voluntariamente fragmentario, que comentan o son comentados por otros tantos brevísimos epígrafes, líneas de autores muy diferentes entre sí, de diversas épocas e idiomas, si bien predominan los de nuestra lengua. Grato misterio si los epígrafes –con referencia bibliográfica al final y con traducción, cuando es el caso—inspiraron los poemas o si éstos, una vez formados en la mente del autor, los reclamaron como complemento. Porque sí es evidente la tensión unitiva entre unos y otros, como si fueran voces-ecos o ecos-voces en inesperada y como predestinada colaboración.

 

La conjugación de las dos series de fragmentos, los del poeta y los de los autores citados, es el recurso compositivo que estructura y unifica el libro. La bella unidad que éste presenta no parece originarse meramente, con todo, en esa operación estilística de unificación, en esa integridad de forma; se diría que nace de la unidad de concepción o de fondo. Porque es único, y bastante insólito, el motivo que recorre y vertebra los textos: la acción de la incesante y omniabarcante naturaleza. Si se prefiere un símil de la terminología teatral, digamos que el protagonista de estos poemas es el planeta. Esa pizca de cosmos que es nuestra Tierra nos muestra en Partes Mínimas una variada gama de sus actividades, que llamamos fenómenos naturales (Desde antes del famoso terror de Pascal ante el “silencio eterno de los espacios infinitos” nos tranquiliza llamar a los fenómenos terrestres naturales y no cósmicos, aunque de hecho lo sean).

 

Y algo intranquilizador resulta, para qué ocultarlo, que el conjunto de estos poemas –suerte de fuga consistente en variaciones del único tema, o suerte de Aleph que lo visualiza en imágenes impresionistas o expresionistas—no destaque al mundo humano contrapuesto (o por lo menos especialmente integrado) a la naturaleza, como instintivamente reclaman nuestros ya inveterados hábitos mentales; aparece, cuando aparece, más bien sumido en ella y en postura a menudo marginal. Así las grandes ruedas de un tractor detenido entre la maleza removida por la vasta oleada de la brisa; las lámparas eléctricas que convocan nubes de insectos en la selva nocturna; la combustión de un motor y el ritmo de la sierra mecánica, en medio de un sugerido bosque, presentados como, en otro fragmento, es presentado un halcón que planea midiendo la distancia entre la presa elegida y sus garras.

 

La frecuente combinación de magnitudes máximas y mínimas hace intensas  las imágenes; las graciosas codornices, vívidamente captadas por el ojo poético de Moore, nada saben del fragor del lejano deshielo, pero de algún modo lo leen en el brillo de las gotas; la mano que sopesa un canto rodado palpa  también un inmemorial trajín de aguas y de edades; otra piedra tocada, al despertar en la mente la palabra “meteoro”, desencadena una instantánea percepción de espacios siderales. Cuadros misteriosos, cuya atmósfera se enrarece aún más cuando, en algún pasaje, la marginalidad de lo humano se margina hasta desvanecerse, dejando ante el lector un mundo entrevisto un instante antes o un instante después de la presencia del hombre en la tierra, un mundo de puras presencias elementales o puras ondas de energía en caprichoso entretejido. La imaginería, de impresionista y expresionista, pasa entonces a ser abstracta; la mirada del cosmólogo se ha combinado con la de un físico atómico algo fantaseador y travieso.

Personal, por cierto, un libro que suscita pocas comparaciones posibles. La filiación de Heráclito u otros presocráticos, si no del todo desechable, se diría algo incidental y lejana.

 

El título del famoso poema de Lucrecio, De rerum natura, parece resonar en la variante latina del título de Moore, que completo es Partes Mínimas/Minima Naturae. Cosas o partes mínimas de la naturaleza. Pero la similitud es también tangencial. Aparte de que la palabra “naturaleza” no tiene el mismo sentido en los dos casos, ya que en la sistemática concepción del romano vale como “índole o carácter esencial” (de las cosas, de la realidad), este azaroso ramillete de miradas al mundo que nos tiende nuestro compatriota no intenta el compendio de una filosofía; tampoco el diseño de una cosmología, si bien la  trasunta en sus imágenes. Trasunto que intriga, como todo lo tácito.

 

Si Esteban Moore profesa implícitamente la cosmología creacionista predominante en Occidente, no parece adherir a su formulación canónica, que es también la más popular, fabulosa y problemática: la Creación ocurrió en el umbral del tiempo y lo que vino después (el tiempo) es su consecuencia; se diría que acepta una versión menos reductible a términos espaciales (en la que tal vez coinciden aun sin decírselo casi todos los poetas): la Creación no ocurrió sino que está ocurriendo incesantemente, proceso del que sus poemas serían vívidas instantáneas. Criterio que se toca con la cosmología no creacionista de doctrinas como el taoísmo y el budismo, que podría resumirse así: el universo es infinito y eterno precisamente porque es increado.

 

No faltarán quienes vean en algunos rasgos de  escritura –ciertas aventuras con el lenguaje, concebido como  patio de juegos de las “palabras en libertad”, y un sistema de puntuación cuya extraña complejidad se revela prescindible a la lectura atenta—uno de los méritos experimentales de este libro, opinión que, debo decirlo, no puedo compartir. Tales recursos, muy empleados aún por jóvenes y no tan jóvenes (y, por lo visto, hasta por poetas capaces de innovación esencial, como Moore) no son ya experimento sino repetición o variación módica de experimentos de décadas atrás, cuando e.e. cummings minusculizaba con furia y gracia, cuando pocos estampaban sin sonrojarse un punto final, cuando Huidobro, o Larrea, o …jugaba con violondrinas y goloncelos correteando por el horitaña  de la montazonte … Conformistas, casi académicos nos van pareciendo los remedos de aquellas audacias, pues cumplen ortodoxamente los ritos de una heterodoxia consagrada en los años ’20 y ya canónica en los ’50. Pero no nos equivoquemos: si nos van pareciendo también anticuados no es porque exhumen una moda de ochenta años sino de sólo ochenta años. El vanguardismo de retaguardia –llamado ahora estilo ‘posmoderno’, con neologismo que revela por sí mismo su indigencia de significado – es anticuado, por cierto, pero por falta de antigüedad.

 

Claro, la formidable crisis que sacude a nuestra especie reclama, aun en lo estético, balances históricos más abarcantes, panoramas de altura, pero el fin de siglo distrae en su pequeña crónica, bajo cuyo peso parece inclinarse, abatiendo también la mirada de quienes ceden a su inervante influjo. Tal vez como todos los fines de siglo, sólo deja brotar de su tierra exhausta el preciosismo decadente y, como alternativa, el nihilismo. De allí que los conservadores más extremistas de lo que fue la revolución  literaria y artística de principios del siglo XX adopten actitudes desesperadas, divergentes aunque complementarias. Mientras unos practican la estética de la degollación de las formas y la procacidad sistemática, combinada o no con el reciclaje de deshechos ideológicos, otros se aplican a dos extravíos mayores: desarrollar una suerte de “dialecto órfico”, o de lengua exclusiva de la poesía (productora, en el mejor de los casos, de un plástico verbal de más o menos atractivo diseño) y fraguar un idiolecto, o lengua exclusiva de cada poeta, delirio responsable de la circulación de galimatías varios.

 

Pero bien, a esta altura, debo también decir, para cerrar la digresión, que los juegos verbales, leves e incidentales en este libro, no empañan el pensamiento poético de Moore y que la abstrusa puntuación no altera el fraseo rítmico y la imaginería diáfana de sus poemas, tal vez como señal de que por debajo de la puntuación escrita opera otra puntuación oral, que es la común y corriente. Una observación más: los comienzos con minúscula y los finales sin punto resultan funcionales, pues subrayan el carácter fragmentario de los textos.  Y otra, a mi juicio más significativa: lejos de los extremos señalados, Partes Mínimas mantiene en general el saludable  ejercicio de la lengua común, que con todas sus virtualidades no comunes es el único y universal vivero de la poesía que atraviesa ilesa modas y modos.

 

No en el plano de la escritura sino en el de la concepción se dan, me ha parecido ver, los logros experimentales, es decir, de innovación esencial, que ofrece este libro. Uno, ya mencionado, reside en que la obra se estructura sobre la asociación de la voz del poeta con la de otros escritores, también poetas en su mayoría. Que el concurso de voces complementarias  tan heterogéneas no comprometa la homogeneidad del conjunto es mérito del sentido selectivo, de la idoneidad poética, pero también de la sujeción de ésta a la visión poética, a la unidad de fondo ya señalada. Como, además, varios de los autores citados son geográfica y temporalmente distantes, la operación constituye un infrecuente ejemplo de “sinfronismo”, o sea de “diálogo entre los espíritus a través del tiempo y el espacio” (creo ser fiel a las lejanas clases del ilustre y querido profesor Castagnino). Y es de celebrar que un poeta ponga en lugar central ese género de diálogo, ya que es el hecho central por el que la literatura sigue viva, a pesar de los parámetros sincrónico y diacrónico, entre otras necedades con que los críticos “científicos” de los últimos decenios están tratando de matarla.

 

Partes Mínimas revela otro rasgo infrecuente cuando se observa que, prescindiendo de una tácita convención más que secular, ensaya un tipo de poema que no es estrictamente el poema lírico. Si bien la lírica es, desde la antigüedad clásica, una de las manifestaciones específicas (y de las más bellas) del arte  de la poesía, a partir del Romanticismo se ha venido erigiendo en especie exclusiva, reduccionismo que ha dejado baldíos y sin cultivo, salvo excepciones, los otros dominios de ese arte: la poesía como narración, la poesía como drama y la poesía como meditación. Pues bien, los poemas de este libro trascienden el lirismo aunque no lo abandonen en sus modalidades habituales de léxico y tono. No llegan a narrar, pero presentan escenas y episodios de la naturaleza que permitirían hablar de una embrionaria épica de los elementos. No reflexionan explícitamente, (y en poesía no ser muy explícito es siempre una virtud), pero impresionan como resultado de una meditación teñida de sobria emoción y la suscitan. El derrame emotivo, la peripecia autobiográfica o las máscaras que asume el yo para mitificarse, procedimientos habituales de la lírica, no intervienen. Yo no sabía que Esteban Moore, porteño de pies a cabeza, tuvo una niñez campesina; podría habérmelo sugerido su sensibilidad para los vastos espacios y los populosos reinos de la naturaleza; saberlo no hubiera agregado nada, sin embargo, a estos cuadros surgidos de una visión impersonal y universal, de linaje clásico.

 

Y es justamente el inesperado punto de vista que ensaya esa visión poética la innovación mayor de este libro, si estoy en lo cierto. Es un punto de vista que ha experimentado, de manera sutil y tal vez algo impensada, un desplazamiento de la inveterada posición antropocéntrica desde la que el hombre occidental mira todavía al universo. De allí que la imagen y el sentimiento del mundo plasmados en estos poemas traigan un ‘no sé qué’ de continente nuevo y remoto, cierta atmósfera de intemporalidad, una luz inquietante, como de amanecer del Génesis o de atardecer del Apocalipsis. Claro que, a diferencia de la señalada insumisión a la hegemonía del lirismo, simple contravención, al fin y al cabo, de un convencionalismo literario de poco más de siglo y medio, esta imprevista forma de contemplación cuestiona la concepción del mundo que hemos venido manteniendo durante los últimos setecientos años. Mejor dicho, nada cuestiona: pone en evidencia, implícitamente, que el punto de vista básico de todo un ciclo cultural ha perdido estabilidad, con lo que ha quedado desdibujada la imagen del mundo que había venido elaborando desde el origen de los tiempos modernos.

 

Desviación profana de la revolución producida por el Cristianismo con el Dios que se hizo hombre para salvación del género humano –novedad sacramental que había dilatado el horizonte etnocéntrico del judaísmo, asentado en torno del Dios personal en alianza con su pueblo elegido--, la actitud antropocéntrica, convirtiendo en absoluta esa relativa exaltación del orden humano, desbordó, ya desde fines de la alta Edad Media, todos los diques teocéntricos con que la sabiduría tradicional trataba de contenerla. Y empezó a gestar la Modernidad. Y al calor de los ímpetus de este ciclo histórico germinó la inversión que la desviación originaria llevaba en su seno: no el Dios que se hace hombre, por amor y para salvar, sino el hombre que  pretende deificarse, por su arbitrio y para su ilimitado progreso. Hybris prometeica o soberbia luciferina, a elección. En todo caso, felix culpa, fecunda en grandezas y miserias.

 

Hace mucho que la Modernidad dio sus momentos más altos y luminosos (Humanismo e Ilustración, en el pensamiento; Clasicismo, Barroco y Romanticismo, en las letras y las artes), de los  que todos somos en alguna medida criaturas, y hace bastante que se empezó a denunciar su decadencia, signada por un desarrollo unilateral, primero, de la razón, con desconocimiento absoluto de la intuición, y después, de la ciencia y la técnica. Desarrollo unilateral, creciente y acelerado, cuyo reverso simultáneo fue una creciente y acelerada desacralización: léase, creciente y acelerado alejamiento de los principios metafísico-espirituales que son fundamento de todas las grandes tradiciones religiosas; léase también, creciente y acelerado olvido, en medio del trajín humano, “demasiado humano”, de la realidad primordial, de la realidad cósmica. La conciencia de esta última la conservan los místicos, los maestros espirituales y, a veces, los poetas, como es el caso del autor de este libro.

Si bien es cierto que ahora, en estas postrimerías de la modernidad, la actitud antropocéntrica está tan en crisis como casi todos los valores y presupuestos del período, persiste sin embargo, como hábito mental inconsciente, operando por inercia –y persistirá sin duda mucho tiempo, redes televisivas e informáticas mediante--, como por inercia persiste la visión geocéntrica en la mentalidad cotidiana de todos nosotros, incluidos los científicos. De allí que cuando un poeta, desplegando con serena inocencia una mirada nueva, se desprende de su tácito imperio haya que destacarlo. Los poetas son las antenas de la tribu, como definía Ezra Pound; sobre todo, se podría agregar, cuando al arte del poeta como “artifex” se asocia la visión del poeta como “vates”.

 

No habría que confundir los paisajes verbales de Partes Mínimas con otro nostálgico  “regreso a la naturaleza”; parece evidente que, no obstante su intemporalidad, captan imágenes de un momento en el que la “aldea mundial”se topa frente a frente con la naturaleza cósmica, manipulada hasta donde ello es posible, pero olvidada en su esencia por nuestra civilización. Un poema, con ecos de Heráclito, coteja “las ciudades/que despliegan en la planicie desolada sus abanicos circulares” con la “vibración íntima” del fuego y la ceniza calcinada, coteja el orden humano, artificial y efímero, con el orden elemental del universo. Es un poema que hubiera podido tener también como epígrafe este pasaje de Lichtenberg: “Roma, Londres, Cartago, no son sino nubes más perdurables que se transforman para acabar desvaneciéndose.”

 

Si en general Partes Mínimas se presta poco a comparaciones, no sucede lo mismo con el sentimiento del mundo que transmite. Al leer sus poemas acuden a la memoria Thoreau, Merton, la poesía del zen, San Francisco de Asís…, todos los que han mantenido con la naturaleza una relación entrañable y han intuido, en un súbito abrir de ojos, que lo cósmico bien entendido empieza por casa, pues el nacimiento de un niño es primordialmente un acontecimiento de la misma esencia que el pasaje de un cometa por el firmamento. Es un sentimiento del mundo primariamente religioso, que adelanta lo que probablemente será tarea del próximo siglo y del próximo milenio: resacralizar el mundo y la vida. Y resacralizar también al hombre, que bien maltrecho ha quedado entre las ruinas de la civilización antropocéntrica, luego de precipitarse por un despeñadero de abstracciones sucesivas: de Rey de la Creación pasó a Cúspide de la Escala Evolutiva y ahora es un ADN o un Grupo Sanguíneo; de Ciudadano, honroso título con que la Ilustración lo inscribió en nuestras viejas y queridas Constituciones, se ha convertido en mero Consumidor y Contribuyente, computarizado a los efectos Tributarios y Mercantiles, triste bípedo descreído en trance de robotización. Y ojalá que la resacralización de los poetas y de los pocos sabios que en el mundo son se adelante a la que amagan los hirsutos resacralizadores teocráticos, que asoman en el horizonte de la estulta “globalización” de los mercaderes: no son más espirituales y harían más daño que el mal al que se  oponen.

 

En este tiempo de postrimería, en el que los poetas han de elegir entre sumarse a la postrimería, o sea, a la decadencia, o arriesgarse por la incierta y  oscura senda de los precursores, creo que Moore está sembrando en beneficio de la poesía venidera. O dicho de otro modo: estas Partes Mínimas, que componen un volumen mínimo, son portadoras de más de un destello de poesía mayor.

 

 

 

Jorge Andrés Paita

Buenos Aires, 1999.

 

 

 

 

Jorge Andrés Paita, (Buenos Aires, 1931), poeta y ensayista. Ha publicado: Cuatro Puertos (Editorial Cuarto Poder, Buenos Aires, 1976);   Señales del segundo milenio ( Editorial Monte Avila, Caracas, 1983) y Eros en amazonia (Grupo Editorial Latinoamericano, Buenos Aires, 1998).

 Colaboró durante más de dos décadas en la revista Sur, fue el responsable de la selección y publicación de los textos de literatura aparecidos en el Suplemento dominical del diario La Prensa de Buenos Aires, donde se desempeñó como subdirector. Fue jurado de los premios municipales, nacionales  y del Fondo Nacional de las Artes. Fue distinguido con diversos premios, entre ellos, PEN Club, 1983; Premio de Poesía La Nación, 1996; Premio Fondo Nacional de las Artes, 1997.  Sus ensayos y artículos, que han iluminado el panorama poético argentino, no han sido reunidos en volumen