El brindis de Auden:

o tomando whisky con Esteban Moore

por Osvaldo Picardo

I

        En un poema titulado “ángeles caídos”, este poeta de las pampas desiertas y las ciudades desbordadas, Esteban Moore, imagina un brindis de la mano de otro poeta,

 

“...Auden

en vísperas de un nuevo año

propone un brindis alza su copa

elevo dice

en el agrio aroma del licor

el peso de los planetas

la mutabilidad del universo

no busquemos en el pasado

edenes ilusorios

menos aún

la seguridad de las jerarquías

el siglo nos presentará

las imaginadas ruinas

Rimbaud arrastrará

su gangrena de oros

el cuerpo de Alejandra

sus oscuros labios de sangre quieta

callarán nunca la última palabra”

 

        ¿Qué raro ardor etílico -en su sentido etimológico- ha entusiasmado a Moore? ¿La no menos rara composición del poema puede ser que sufra también de esa suerte de materia del éter? Veamos.

        Con el mismo brindis concluye -pero sin terminar- su poema. A su vez, cuando lo inicia con la minúscula de la primera palabra, representa un no-comienzo: la difícil idea del continuum , de lo que no tiene principio ni fin, una especie de in media res sin resolución.

        La imagen del brindis no es, por cierto, menos significativa, porque , con un brindis, más que cerrar algo se abre un nuevo ciclo que no es sino continuidad y reanudación celebrada de los “ángeles caídos”.

        El poema discurre, sin comas ni puntos finales, a través de la evocación de otros poetas, sin que esa ennumeración guarde un orden y dando la idea no del caos, sino del ritmo eterno y ubicuo de reiteradas epifanías (o bien testimonios) de la palabra poética. En sus versos se dan cita, alcóholica y amistosa, Dylan, Vallejo, Lowry, Kerouac, Bukowski, Carver, Pound, Michaux, Julio Huasi, Perlongher y el extraño “ nosotros/ desde Montevideo observamos...” .

        Con ellos, el vino californiano, Sunset Boulevard, la madrugada y el ardiente sol de los parajes sureños, Cuernavaca, la caipira y el sabor deseado, Londres, etc. Desde la voracidad de Dios hasta el calembour de Joyce, el poema refleja el caleidoscopio del aleph mítico. En este caso, aleph indescriptible de la indescriptible poesía.

        Un desafío poco original si lo pensamos desde la poesía de Ezra Pound y Jorge Luis Borges, pero ¿qué tiene que ver ese tipo de originalidad con un poema como éste, que reanuda la celebración de la palabra poética como una insistencia en y frente a la historia?

        En este punto, la escritura de Moore ha demostrado otra clase de preocupación, que ha sido una marca generacional de algunos poetas que inician sus publicaciones en los años 80 y que se instalan en los márgenes de la poesía institucionalizada o emergente. Los mismos escriben con gran independencia de grupos editoriales y de poéticas epigonales como las neobarrocas, nerrománticas u objetivistas, conformando cada uno por su lado, esa otra escritura silenciosa que se muestra más preocupada por resolver históricamente su relación con las fuentes originarias de la palabra poética, que por ostentar públicamente originalidad en los temas y las estrategias. Todo ese proceso fue acompañado con una práctica artística volcada de lleno a una intensa traducción y relectura de la tradición literaria y, a su vez, con grandes esfuerzos por salvar el abismo entre poeta y lector, que venía devorando gran parte de lo escrito durante décadas, en el círculo de intercambios entre poetas y amigos. Es así que la escritura con sordina, que o se perdía en los correos o se enmohecía bajo las sombras de las celebridades legitimadas por diarios, revistas, críticos y universitarios, intenta desde los rincones más lejanos abrirse camino con perfomances, publicaciones alternativas, talleres, encuentros, videopomas, canciones, recitales, cafés literarios, etc. Los años de la democracia fueron testigo de la polución infinita de esta práctica artística que en buena medida fue tapizada por el polvo del olvido o por la gloria de un puñado de consagrados. Y, aunque no faltó la metapoesía, faltó desde las propias filas reflexionar sobre esa escritura, ya no desde la teoría literaria sino desde la propia poesía.  Sin embargo, en todo ello había una gran esperanza en la palabra poética, a veces, anticuada y “másdelomismo”, a veces, desafiante y parricida.

        Creo oportuno, entonces, detenerme en esta diferenciación que bien puede hacernos saborear mejor el brindis de Auden.

 

 

 

 

 

II

        “La palabra poética -dice Hans Georg Gadamer en un libro en que relee la poesía de Paul Celan- se distingue radicalmente de las formas efímeras del lenguaje, que sirven, por lo demás, de soporte al proceso comunicativo. Lo peculiar de todas esas formas del lenguaje es el autoolvido en la palabra misma. Siempre desaparece la palabra en cuanto tal frente a aquello que evoca...”

        Me permito aclarar que no creo que lo anterior deba pasar por la trillada cuestión de coloquialismo versus puristas del lenguaje, o peor aún, entre vanguardistas y postmodernos. Ambos debates y ambas tendencias no son sino reducciones historicistas que exigen para sí el dominio exclusivo de la escritura de la época y no logran sino convertir toda novedad y originalidad en pieza de museo, a poco más de pasados unos años.

   La diferencia entre las formas efímeras del lenguaje y la palabra poética no siempre son claras a la hora del poema. Muchas veces ésta se sirve de lo cotidiano y también de lo informativo y hasta científico. El mismo Gadamer señala que en nuestra coyuntura histórica la palabra del poeta “tendrá que tener afinidad con el reportaje, con el tono casual y la extrema frialdad del lenguaje técnico”, sin que por eso se convierta en reportaje u otra cosa. Hay un poema de la uruguaya Circe Maia, Las Palabras, que en la línea de la preocupación de Anna Ajmátova, dice con gran acierto y belleza: “ A veces se presentan, enemigas./¿Cómo atacar o cómo huir? Aún este / comenzar a escribir, ahora mismo,/ o la charla común, que bien podría/ ser entablada entre computadoras:/ a tal pregunta van tales respuestas/ posibles, y no otras.// Y sin embargo,/ hay algo más, en los pequeños diálogos/ del momento. Veloces,/ al vuelo del instante...” O más cercanos a los  de los 80, Raúl Mansilla, expresa “yo no quería descifrar carteles,/ quería que los signos viniesen a mí/ con sus manos descubiertas”  Y también, desde Francia donde se exilara en los años de la dictadura, Abel Robino, en el hermoso poema El Texto y la perla, con que termina su libro Hiel por Hiel dice: “Lector,/ si este hecho, refiere a algún texto/ aquí, obstinado al esplendor/ pido un alto en el olvido/ (mácula que nos funda)/ sea cual fuere la perfección de tu silencio”.

        El poeta rescata de su autoolvido la palabra, en el torrente mismo de la lengua, sirviéndose de la cotidianeidad del lenguaje y de su improbable capacidad de comunicación. Lo original, por lo tanto, no es la simple novedad del poema, sino la visita que nos propone al origen de donde la palabra recobra ese algo más, en los pequeños diálogos del momento. Los caminos son innumerables y en todos, parece estar la nostalgia de una comunidad originaria, de un silencio que contiene y traiciona. La experiencia, entonces, se desnuda ante la forma de decirla y construye, a su vez, otra experiencia: la experiencia poética que se repite, insiste, perdura.

 

 

 

 

 

 

III

        Hay ahí, un quiebre o grieta de las formas efímeras del lenguaje, que permite, en el caso de Esteban Moore, la aparición con vida de los desaparecidos, representados por Dylan, Vallejo, Kerouac, Pound, Michaux, Julio Huasi, Perlongher... No es casual que ya en uno de los primeros poemas de la obra de Moore, podamos leer

 

observa quieto...

 

el féretro que arderá

en el reino de la rosa

 

observa quieto...

 

el silencio de la tierra

ahogando húmeda el césped

 

observa quieto...

 

haz de este muerto

una voz que sobreviva                                     (encargo para el poeta, de La Noche en Llamas)

 

        Sin embargo, el contrapunto formal de esta observación desde la quietud se intensifica con su libro de 1987, Con Bogey en Casablanca, donde desde la mitología cinematográfica y tanguera, vemos acriollarse lo diverso y ajeno“con la entonación propia de un reo del abasto”. La relectura anglosajona de Borges y de los poetas del 60 así como la traducción de la beat generation, de los irlandeses, de Pound, de Auden,etc. exigían una síntesis en su poética. Y esa síntesis parece haberse forjado principalmente en el oído.

        Si, a simple vista, revisamos los libros de poemas de Moore observaríamos gráficamente un despliegue de medidas y diseños del verso que manifiestan la búsqueda de una métrica personal, como en la obra de James Laughlin o en la de William Carlos Williams, tan apreciadas por el poeta. En cuanto a esto, debemos señalar que la traducción, como se sabe, es un fenómeno constructivo de la escritura, en sus múltiples aspectos, aunque, por el momento, el que más merece nuestra atención no es sino el del fraseo rítmico que se intenta trasladar al castellano rioplatense desde mundos musicales como A Coney Island of the Mind de Lawrence Ferlinghetti, Scattered poems de Jack Kerouac,  White Shroud de Ginsberg, o City without Walls de Auden, etc.

        Esa experiencia, con las dificultades conocidas, ha producido, junto con la adhesión a las formas vanguardistas y la influencia misma de las poéticas norteamericanas, una prosodia personal, que no deja, sin embargo, de intentar expresar el habla de la calle y el lenguaje efímero, con un tono que se resiste a abandonar cierta resonancia lírica y romántica, en el sentido que le da Hugo Friederich de “romanticismo desromantizado”.

        Una relectura de sus primeros poemas hasta Partes Mínimas permite rastrear la fabricación de un ámbito musical que pudiera hospedar las preocupaciones metafísicas y existenciales de su experiencia poética. Entre la celebración épica de la patria sobreviviente en las “pequeñísimas cosas”, y el tono elegíaco de lo metafísico con que hurga en las grietas del lenguaje, se eleva finalmente con el viento que sopla desde el desierto cristalino. Lo mínimo y su grandeza en el lienzo de la Patagonia desierta, que le sirve de sustento y soporte, tiene su contrapartida en el diálogo contínuo, infinito, con una red de citas entrecortadas que sirven de epígrafe a cada breve poema de Partes Mínimas. Y así como en “ángeles caídos” se convocaban los testimonios de los poetas desaparecidos para desembocar en ese brindis augural, acá las citas que recorren un espectro heterógeneo en la serie literaria de su poética -desde Paul Celan, John Cage, León Felipe, Rodolfo Alonso, Seamus Heaney, hasta Góngora y Santa Teresa-, abren, fragmentaria y contrapuntísticamente, el inusitado diálogo con la palabra poética universal. Un feliz baile que cruza y une las orillas distantes del gran río de la poesía, salpicando de pequeños poemas el silencio patagónico donde el infinito se hace microcóspico en cada detalle mínimo. Métafora de la propia búsqueda.

 

 

La imagen del viento que sopla recorre todo el cuerpo de esta escritura. Adquiere las resonancias del Logos velado y revelado, cubierto y descubierto, ausente y presente.

        Parecería que Moore sigue las enseñanzas de William Blake cuando en el primer cuarteto de Augurios de Inocencia, aconsejaba: “para concebir un mundo en un grano de arena/ y un cielo en una flor silvestre/ agarra la infinitud en la palma de tu mano/ y la eternidad en una hora”

        O quizás, simplemente, con su romanticismo desromantizado, siga sin fin buscando decir lo que ya ha encontrado. Mientras tanto alcemos la copa en su amigable y hermoso brindis de Auden.

 

 

 

 

Mar del Plata, junio del 2000.