Reportaje_

 

 

 

                

El PERIODISTA HONESTO

Héctor Zabala ©

 

En mi pueblo tenemos un periodista que nunca miente. Jamás de los jamases. Aunque hay vecinos, esos que nunca faltan (pocos, gracias a Dios), que piensan que tampoco dice toda la verdad. Pero esos son gente huraña, difícil. Gente que afirma oírle decir algo de algo, de recurrir a etimologías y metáforas prolijas, pero también de omitir algún que otro dato importante. Incluso no falta el atrevido que lo ha tildado de sofista o mercenario de la pluma.

Por mi parte, nunca creeré semejantes calumnias de esa ínfima minoría resentida, pueblerina, sobre nuestro héroe. Y vaya esto como ejemplo de su periodismo intachable.

Al caer la Pascua, nuestro periodista hace un resumen de la vida de Cristo, sin olvidar la infancia ni etapa alguna de su peregrina predicación. El hombre es capaz de darnos la genealogía completa del buen nazareno, y de hecho lo hace. Poco le importa remontarse hasta Noé o hasta Adán si lo entiende necesario. Al llegar a ese domingo que el santo hombre entra en Jerusalén, nos habla del burrito, de las palmas, de las loas del pueblo judío y de todo eso que sabemos.

Luego viene lo importante: nuestro periodista hace una pausa. Una larga pausa. Al proseguir, solo agrega que Cristo acabó su vida unos días después tras un paro cardíaco en cierto lugar llamado Gólgota. Allá por las afueras de la vieja Jerusalén.

Aclara —a tal punto llega su honestidad— que no hay constancia arqueológica de informe forense. Que se sepa, nunca habría habido informe médico, ni bueno ni malo. Esto es así, no había costumbre de redactar tales informes entre los antiguos, se tratara de romanos o de hebreos. Esto es cosa rigurosamente cierta, incuestionable.

Mas, como de algo hay que morir, nuestro periodista opta por el criterio científicamente más razonable: cualquiera haya sido la causa primigenia que desencadenara el proceso letal, lo conocido es que dicho proceso funesto culmina al detenerse el corazón humano. Y Cristo era humano, no en vano lo llamaban el Hijo del Hombre. De ahí que el paro cardíaco sea lo más consecuente y sensato a falta de evidencia más precisa.

A los tardíos testimonios de sus discípulos, nuestro periodista no los tiene en cuenta por tratarse de panfletos de meros partidarios. Bastante fanatizados por cierto (nos dice off de record) y para colmo nada cultos. Textos confusos de pescadores de poca instrucción en su mayoría. No servirían de prueba en juicio. De ahí que nuestro periodista prescinda de toda supuesta ofuscación de la plana mayor del sacerdocio dominante y de todo soldado romano que anduviese bostezando por Tierra Santa. También de cuanto presunto procónsul, proclive a la higiene manual, fuera inopinadamente involucrado en códices tan desprolijos. ¡Mire usted si un romano aristocrático se iba a higienizar a vista y paciencia de una plebe extranjera por más santurrona que parezca!

Nuestro periodista tampoco nos habla de martillos ni de clavos, salvo cuando se refiere al presunto padre de Cristo, del que nos recuerda que era carpintero. Con ese paro cardíaco remata su historia de Cristo y de la Pascua año tras año desde que mis vecinos y yo tenemos memoria.

La gente de mi pueblo le cree y no pide mayores detalles. Las señoras emperifolladas, esas que salen después de dormir la siesta, le creen. Los hombres que sacan a dar la vueltita al perro le creen. Los que prefieren los gatos con collar y cascabel, también. Yo le creo. El cura no lo desmiente. El excelentísimo señor alcalde lo condecora cada año. El honorabilísimo concejo municipal también lo condecora para no ser menos que el mandamás del ejecutivo. Hasta su propia esposa, a veces lo corona.

Todos los vecinos lo aplauden. Nuestro periodista sonríe y saluda a todo el mundo, o al menos a todos los vecinos. Todos conformes. Eso es lo importante, todos felices. Felices, como deben ser los habitantes de un pueblo.

 

 

Héctor Zabala ©

 

 

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EL REY SORDO

 

 

En cierto país gobernaba un rey sordo. Sufría sordera del oído izquierdo. Del derecho también, aunque no tan absoluta. De ahí que usara un cornetín que aplicaba a su oreja izquierda. Era inútil, pero Su Majestad bonachonamente se empeñaba en usarlo porque así lo exigía el Protocolo creado por él mismo.

Ante cualquier petición desde el lado oeste (el trono miraba hacia el norte), Su Majestad apuntaba el cornetín hacia su interlocutor. Escuchaba —o mejor dicho, no escuchaba— un buen rato, para luego despedir al peticionante. En tono amable, aclaraba no satisfacer nada de lo peticionado por no entender palabra alguna sobre la petición.

Desde el lado oriental del trono también le peticionaban y por ahí hasta tenían más suerte. No tanto porque ese particular oído mayestático escuchara apenas ruidos confusos, sino porque a Su Majestad le caían más simpáticas las sonrisas de aquel lado.

Cierto día apareció un extranjero, un sabio eminente que acababa con cualquier sordera regia y no regia en un par de días. Llegado ante el trono, el forastero desplegó un cartel donde con claridad proponía la cura completa.

El murmullo llenó la Gran Sala del Trono, en realidad todo el país. Recurrir a la escritura ante Su Majestad estaba prohibido por el Protocolo. Mas, como se trataba de un extranjero ajeno a las normas y con buenas intenciones, amén de ciudadano de un imperio poderoso, la osadía era perdonable.

La operación de oídos sería simple, sin riesgos y efectiva. El rey sordo meditó un largo rato, miró a sus ministros, después les hizo un guiño casi imperceptible. Los ministros transmitieron en tono confidencial al buen sabio que Su Majestad rehusaba quitarse la sordera por razones de Estado.

El sabio volvió perplejo a su país. A los pocos días recibió un pliego que lo declaraba Súbdito Benemérito de Su Majestad con derecho a pensión vitalicia. Firmaban el pliego —escrito en letras de oro— el rey sordo y todos sus ministros. El Protocolo así lo exigía.

 

Héctor Zabala ©

 

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LA VERDAD SOBRE LA CIGARRA Y LA HORMIGA

 

 

[...] no descendí al lodazal cubierto de vicios a fin de revolverlo.

Me limité más bien a examinar ridiculeces en vez de torpezas [...]

Erasmo de Rótterdam, Carta a Tomás Moro

 

Te diré como fue, hija mía. Te lo diré porque vas a escuchar esa odiosa versión que anda en el aire. Sí, esa versión sobre nuestra supuesta tátara-tatarabuela que en un invierno helado habría muerto de inanición, allá, en la antigua Hélade.

Porque esa tátara-tarabuela o nunca existió o bien nunca murió de hambre. Pues ninguna de nosotras, las cigarras, alcanza el invierno una vez adulta, como pronto sabrás cuando te pongas vieja como yo y veas decaer el estío.

Todo eso es mentira, ninfa mía. Y si no crees a tu madre, entonces pregunta a esos sabihondos cómo es que aún existimos. Pregunta cómo puede ser que solo haya sucumbido nuestra vieja abuela y pregunta qué pasó con sus miles de hermanas que también le cantaban al verano y tampoco laboraban.

Porque eso de que nos pasamos solfeando todo el tiempo no deja de ser una charlatanería interesada, barata. Un embuste vulgar de los animales con ropa, que pretenden proyectar en nosotras sus propios vicios, sus propias miserias.

Porque los hombres no son de los más industriosos que digamos, ninfa mía. Bien sabemos que hacen sus siestas, organizan sus huelgas, se toman sus vacaciones, decretan sus feriados. Y, por si fuera poco, tienen sus fiestas de guardar y sus asuetos y sus cumpleaños y sus borracheras y sus partes de enfermo. Y que no conformes aún, esclavizan noche y día a miles de animales laboriosos mientras ellos descansan a pierna suelta. Todo eso para aplicarse a sí mismos, con rigurosidad de matemático, la ley del menor esfuerzo, que ¡oh, paradoja! tanto vituperan desde lo alto de púlpitos y cátedras.

Porque, como te darás cuenta, esa culpa recurrente ha ido creando en los humanos el complejo del haragán. Culpa que subliman, en su mezquindad manifiesta, tratándonos de holgazanas a nosotras, las cigarras, a fin de que nadie repare en ellos, en sus defectos, en sus antinomias.

Porque hay quienes afirman que este infundio se viene diciendo desde los tiempos de Esopo. Pero yo —que he averiguado— descubrí que ese venerable intelectual, si bien tuvo algo que ver con la trama, jamás se habría metido con nosotras, las cigarras. Según me contaron, fue al escarabajo a quien colgó el sambenito de vago y mal entretenido en el contrapunto con la hormiga.

Pero hay más. Debo confesarte consternada que la especie se difundió también en el mundo de los sin ropa. Y por causa de las hormigas ocurrió. Porque estas, aunque buenas chicas, jamás pudieron superar su complejo de esclavas, aun cuando sus reinas no se comporten como déspotas y solo sirvan para poner huevos, huevos y más huevos.

Porque tampoco es cierto que la hormiga, esa supuesta mártir del trabajo, se haya recogido en sus abrigados laberintos y le cerrara la puerta y sus graneros a nuestra supuesta antepasada. Porque, amén de lo dudoso de que nuestra abuela pudiese soportar los primeros fríos del otoño, ¿cuándo viste un hormiguero con puerta o puente levadizo? ¿Y desde cuándo nos gusta tanto la cebada y el trigo a las cigarras o acaso no nos ven siempre allá arriba en los árboles? Además, ¿no te suena sospechoso que los hombres dejaran recoger a la hormiga esos granos dorados sin intentar nada en su contra?

Porque si te quedan dudas de mis palabras, pronto verás que las realmente abrigadas y protegidas hemos sido siempre nosotras, las cigarras. Sí, dentro de nuestros pañales de invierno, junto a las raíces de cualquier árbol que nos brinde comida y cobijo, como quizás ya mismo vislumbres en tu cuerpito de ninfa.

Porque además oirás a las hormigas —como las he oído yo— salir a la intemperie. Moviendo y removiendo sus antenas en busca del magro alimento aun durante la época que deberían resguardarse del frío, según reza la leyenda. Y esto porque sus almacenes jamás están llenos, tal como ellas y los humanos pretenden en su engaño a medio mundo.

Estoy indignada, sí, y con razón. Porque las cosas hay que contarlas como en realidad sucedieron. De lo contrario, cualquiera podría afirmar que esto es una fábula y no una historia.

Mas si humanos y hormigas pretenden seguir narrando sus fábulas, allá ellos. No es tu negocio seguirlos. Nosotras, las cigarras, hemos transmitido la verdad generación tras generación, tal como espero seguirá haciendo la tuya, oh, ninfa de mi alma.

 

Héctor Zabala ©

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HÉCTOR ZABALA. Buenos Aires, Argentina (1946). Narrador y ensayista. Algunos premios y distinciones en narrativa corta. Ha publicado tres libros de cuentos por eBook Argentino (Pampia Grupo Editorial):

Rollos sacrílegos (ISBN 978-987-648-151-9)

Unos cuantos cuentos (ISBN 978-987-648-149-6)

El trotalibros y algunos mitos (ISBN 978-987-648-152-6)

y una obra teatral en colaboración con Diana Decunto y Alicia Zabala: Diván en crisis (ISBN 978-987-648-150-2).

Estas obras están en https://www.amazon.com/s/ref=nb_sb_noss?url=search-alias%3Ddigital-text&field-keywords=h%C3%A9ctor+zabala

Unas cien páginas web y revistas literarias han publicado obras o reeditado artículos de su autoría.

Director de la revista literaria Realidades y Ficciones y del suplemento respectivo, ex redactor de REVISTA SESAM. Contador público nacional (UBA), maestro internacional de ajedrez (ICCF). Fue el VIII campeón latinoamericano de ajedrez postal (CADAP).

zab_he@hotmail.com

 

Literatura y algo más… (IBSN 2250-17-06-46)

http://hector-zabala.blogspot.com/

 

REALIDADES Y FICCIONES - Revista Literaria (ISSN 2250-4281)

http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com/

 

SUPLEMENTO DE REALIDADES Y FICCIONES (ISSN 2250-5385)       

http://colaboraciones-literatura-y-algo-mas.blogspot.com/

 

RyF INFORMA (IBSN 2250-08-08-64)

http://realidades-y-ficciones-informa.blogspot.com.ar/