Las olas en las piedras

 

Mar verde donde brilla el sol,

como una miel de untuosas algas,

reluciendo sus puntos con estrellas de oro.

Horizonte meditabundo, aire de soledad sin tacha;

sus aguas rizadas, cuajadas de brisa incivil,

rompen en las impávidas piedras.

La bruma lejana del puerto

tiene sus gaviotas de ceniza,

y la humana tristeza; el arte de los números

y los cementos sagaces, sus grúas de impasibles

hierros, de hercúleos navíos noviciamente coloreados,

aguardando

los desesperados tormentos de alta mar.

Las rocas, con sus siglos desnudos,

semejando los huesos de un gigante desollado…

Huesos que poseen las olas

que les ofrendan sus heladas flores

de esmeraldas y de sal.

Mar verde, tarde azul como zafiros

ricos de ventisca gélida;

nubes blancas igual que iglesias en el cielo,

abundancias de los remotos oxígenos del océano,

abandonados por la brisa

en la cripta pétrea de las orillas;

y sus cangrejales y almejas escanden

la poesía lluviosa y rugiente de la mar.

Veo la lisa desnudez, pulida por las amargas manos

de oleajes geológicos. Adán ha llorado;

palabras ardientes de sus ojos se murieron

en la tácita compasión

de esta costa,

con sus roqueños y ásperos mordiscos.

Los restos del gigante sueñan el sol,

en nuestras horas ya opacas,

con las olas del ébano en sus costas grises.

Pero muy adentro, el mar es verde;

sus rayos de ámbar persisten la límpida marejada;

aunque el sabor de la soledad está en mis piedras,

y que su silencio embalsamado

se quede en los severos oídos de la eternidad.

 

 

 

                                                 Olas de mujer

 

He visto las espumas del mar

en su piel de nieve, la suave brisa

de las olas sangrando palabras

de labios rosados;

las yemas de sus dedos tocaron

mi esquivo cuerpo,

como si los horizontes inadmisibles me palparan;

y en sus ojos fluían cristales de sal,

llorándonos las cartas, intrépidas de amor.

Los dientes rieron como pálidas gaviotas;

en la breve lascivia de su vestido,

se inspiraba la desnuda púrpura del ocaso.

Digo que tuvo los ojos meridionales

como la sabia sombra de las aguas solitarias.

Yo besé el hambre blanda de su carne,

arena blanca que se burlaba

del hueco de mis manos.

Recuerdo que la mujer

dejaba nadar las pupilas por alta mar;

que luego volvían hacia mi mirada, ya cejadas

por la polar gelidez de sus párpados.

Las estrellas en las aguas de la noche.

Su alba figura

empapada de ondas de helada caoba.

Comprendo que el otro

la pudo amar mejor: debo dejarla ir.

También la luna se está muriendo en él,

en el mar; pero, ahora,

un perdido lirio de los jardines de Eros,

una flor de risas, de piel, de ojos

y ardiente verbo, de misteriosa belleza,

se ha arrojado a la oscura soledad,

y señala la extinta memoria

de la luna y de mí.

 

 

 

 

                                                                          Orilla

 

Me tiendo en la arena,

el dorado soplo del viento

acaricia las plácidas y rubias olas.

Esta lejanía tiene semblante de soledad,

cielo que respira pálidas nubes sobre mi cabeza.

Tengo el cuerpo poseyendo la severidad varonil;

músculos de los brazos, lamidos

por la sal empapada, las piernas extendidas

en las gotas marmóreas de la espuma.

Mis manos atrapan el viento azul,

rico de transparente corporeidad,

del yodo savioso que exhalan las eternas marejadas,

que sirvieron a las huellas de Colón y de Ulises.

La piel del poeta está cubierta de bronce,

semejando la estatua, un sol en plena carne.

Los ojos se me llenan de lágrimas en luz,

como diamantes que sudan de mis mejillas al cuello,

y los cabellos ejercen las fantásticas curvas

de la brisa viajera, que tiene todas las razas

y los colores y los siglos del aire, y el crepúsculo

ya está cubriéndolo todo con un vino pausado,

de báquica quietud; carmín, gaviotas

brillando una rígida sangre de rubí.

El bello silencio del crepúsculo, los rojos furtivos;

horizonte que urge su purpúrea cadencia a lo lejos.

Le concedo mi trato; juego con el aire de saladas

especias, exudo mi voz

entre la arena que está suplicando la luna.

Me callo al fin, solamente espetado

por el crujir del oleaje; aguas blancas y negras;

la noche y las estrellas,

que la espuma bebe junto mis pies.

 

 

                                                           Cuando escampe

 

 

Veredas mojadas; la luna, extenso

y blanco hielo de la calle.

Ya las estrellas dejaron de nevar el cielo,

nubes pulidas como ébanos pensativos,

y el sueño sugiere su nocturno néctar

sobre las carnes amantes, declinando

el insomnio del amor.  

En el viento se esconde la sombra,

las calles

del otoño tienen hojas mustias:

bronces de limón entre el césped

pálido y brilloso,

aseado

en la pluviosa plata de algún relámpago.

El musgo ha dibujado las paredes,

y cesa las desnudez intacta del tejado;

es una lenta lluvia que huele a Dios,

que tiene sabor de universo.

El barniz acuoso de los troncos,

un alumbrado que exuda su luz de cristal.

Entre el aire cargado

de húmeda brea, de ilúcida soledad,

salgo a caminar…

El cielo umbrío surge

en mis pasos, como un dios de carbón.

Voy pensando mi poema. Mientras, el sol

recoge las migas

del extenuado banquete de las nubes.

 

 

 

 

 

                                                   Horizontes inmortales

 

Calles de barrio,

de soles nítidos, palpables;

crepúsculos

que se besaban con los adolescentes,

o al amor taciturno que se refugiaba

en los ancianos.

La bella humildad de las zanjas

donde se ensuciaban las lunas;

quizá el barro de unas estrellas negras.

Auroras: los oros y rosados, jóvenes;

pan de pájaros y de brisas;

noche, con la luz ya enmudecida,

la sal de los sexos y de la muerte.

El viejo da con su fin, y

omite jactancias de mármol-

tumba fugitiva-; su pampa, ataúd

de llanuras, cereales y caballos.

Jugaban los chicos en el barrio,

como un ágora de inquietas mariposas.

Calles cubiertas de polvo, mustio

solar de menguados ladrillos,

de reja senil y lluvioso tejado.

Teníamos nostálgicas huellas

de gaucho, y un maíz que aún

le lloraba al polvo de sus indios.

Y a lo lejos,

las aguas patrias:

el río, meciéndose

en su leyenda morena. El ancho soplo

de las orillas mulatas,

donde las proas ansiosas

atracaron nuestra sangre.

Nos han legado, al fin,

la gloriosa extensión

de incesantes horizontes de espadas y de lágrimas.

Acaso, pues, me sueño

que los hombres allí nunca muertos seremos,

siendo que sus horizontes

nunca muertos serán.

 

 

 (c)Daniel Alejandro Gómez

 

 

 Daniel Alejandro Gómez es argentino, residente en España. Tiene treinta años, estudió Letras y Análisis de Sistemas. Publicó cuentos y poemas en antologías impresas, periódicos y revistas.

También varios libros digitales: Sembrar palabras (ebf press, España), novela, Escuchando el silencio (Libronauta, Argentina), poemario, Amantes versos (Noveles, España), poemario, y próximamente Las fórmulas de la muerte (O Limaco Edizions, España), cuentos. Suele colaborar mediante ensayos literarios o políticos, cuentos y poemas en diversos medios electrónicos de todo el ámbito hispano e Italia