MARIA TERESA ANDRUETTO

Maria Teresa Andruetto

 

 

 

Películas

 

En mi pueblo había un cine. El dueño saludaba

a los vecinos como un cura a la entrada de su iglesia

y era el cine, en verdad, como una iglesia

a la que íbamos, por la tarde, los domingos. Estaba

sobre la ruta, frente a los trenes que cruzaban

la llanura. Por el veredón paseaban las parejas

con cucuruchos de helado y escuchaban los hombres

el partido en pantalón de baño y camiseta. En el atrio

había un kiosco y en el kiosco una mujer vendía

titas y rodhesias. Con vestidos de piqué, los domingos

por la tarde las dos íbamos al cine, a ver a Marisol,

a Doris Day, a Joselito. Un día no llegaron

las películas y pasaron un drama en blanco y negro.

Recuerdo  a la salida la cabeza borracha, el veredón

donde arrastraban su tedio las parejas, los hombres

traspirando sus camisetas de tira y los camiones

que rugían por la ruta, con las luces encendidas,

las primeras de la noche que llegaba.

 

Teresa

 

 

Me pusieron Teresa

porque era el nombre

de mi abuela y anduve por la vida

con mi nombre de vieja. Es un nombre

de santas y de reinas pero a mí no me gustaban

las santas ni las reinas. Yo quería un nombre

breve, un nombre leve

y no este nombre de cristiana nueva. Mi buena

Teresita, era la frase de mi padre, pero yo no

quería ser pequeña, hasta que un hombre

de brazos fuertes, de barba oscura dijo

mi abuela se llamaba Teresa, mi

hermana se llamaba Teresa, mi

primera maestra se llamaba

Teresa, ¿cómo te podría

olvidar?

 

 

 


Ritornello

 

Íbamos esa tarde hacia el centro, en el pueblo.

En el brillo de otoño, mi padre es un hombre

que va pensativo, que avanza sereno, con el pelo

retinto y los ojos brillantes. El silencio es su virtud.

Alguno quizás le ha soltado la mano, para hacer

que heredáramos tanta nostalgia. Lo recuerdo

esa tarde y después otra tarde desgranando maíz,

siento ruido de granos cayendo en la lata. Esta

vez me pidió que tuviera paciencia, se le nublan

los ojos. Es el humo, me ha dicho, no he logrado

que el tiraje mejore y ha venido el invierno.

Tiene miedo, lo descubro esa tarde. Es tu madre,

me dice. ¿Sanará?, le pregunto. Sanará, me

responde, y se queda en silencio. Yo

quisiera pedirle que me cuente la historia

del amigo lejano, que hagamos la cena,

pero él se levanta. No puedo hacer nada si no

está aquí tu madre, es cuestión de mujeres

los hijos, la casa. Son cuestiones del hombre

no saber hacer nada. Un día serás grande,

tendrás un marido, sabrás lo que pasa. Pero

yo no sabía, iba sola en el mundo con mi mano

en su mano. No sabía que tendría dos hijas,

que las hijas buscarían un padre, que otro

hombre les daría su moneda de sangre. Han

pasado los años, el invierno ha llegado, se

recuerda la escarcha, puedo ver crisantemos

desde el porche de la casa, una calle de tierra,

la vereda gastada, los zapatos del color

de los ojos, brillando. El piloto, el abrigo

que llevaba mi padre, la corbata…, yo

retengo esas cosas pequeñas, esos mínimos

datos, los preservo de todo, las cuestiones

privadas que se dicen a nadie, las palabras

de siempre: ya sabrás lo que pasa

 

 

De Cleofé (Caballo negro, 2017)

 

 

Con mi hija, en auto

 

A Josefina

 

 

Íbamos, con tu hija durmiendo

en el asiento de atrás, hablando las dos

de un modo nuevo sobre cómo lo real

atraviesa la experiencia del cuerpo

y de la psiquis. ¿Estás cansada?,

pregunté y enseguida pensé que había

hablado por demás. En otros tiempos

reprochabas no hables fuerte, no hables

tanto, no hagas gestos, pero anoche,

en la oscuridad del camino que va a casa,

preguntaste por mis partos, mis puerperios,

y yo te conté de aquella noche

llegando más muerta que viva al hospital.

Largué lo que tenía atascado en la garganta

y vos dijiste a mí si me hacen eso, los mato,

te juro que los mato. Hablábamos las dos

de un modo nuevo, en medio del camino,

con tu hija durmiendo en el asiento

de atrás. Entonces me contaste

lo que habías leído, que todo el dolor

que guarda el útero se sana en los hijos

de los hijos, y la resaca que guardaba

se fue limpiando entre los saltos

del auto sobre el ripio.

 

 

 


 

 

 

 

Sólo escucho a la niña

 

Aprendí mucho de ellas, dice mi hija

por teléfono y comienza a nombrar

a abuelas, madres, tías… en la casa

que queda al pie del cerro, me enseñaron

a bordar, pirograbar, a hacer flores

de papel para los muertos. Me contaron

historias de mujeres, amores de ellas

mismas: alguien le decía mi tusquita,

otro entró a la historia del boxeo,

un cantor cantaba soy del treinta,

un gringo que pasaba por los campos,

una de ellas sedujo a un hombre joven,

otra se olvidó un día del marido,

y otra… las nombro como un mantra,

dice, Francisca, Cleofé, Petrona, Arcadia.

Laureana, Gregoria, Gioconda,

Juana, brotan sus nombres en el teléfono,

mientras la niña tapa con balbuceos

su voz de madre. Y entonces ya no escucho

sino a esa niña que habla con la fuerza

de lo que nace, como debe ser.

 

 

 

De Sueño americano (Caballo negro, 2008)

 

 

 

 

Patti S. / 1975/ Photograph by Robert Mapplethorpe

Yo quería grabar un álbum que hablara de caballos

y te pedí que me sacaras una foto para la tapa.

Una foto que haga historia, dije, y vos hiciste ésa

donde yo no era hombre ni mujer. Habíamos dormido

demasiado. Me puse aquella ropa que era como un uniforme,

en la calle y en el escenario. Nada de asistentes,

dijiste, quiero un triángulo de sombras. La luz

ya había muerto entre nosotros. Me pediste que me quitara

el saco porque te gustaba mi camisa blanca

y yo me lo puse al hombro, como Sinatra, y lo sostuve

de un extremo para que no cayera. El álbum

empezaba con esa frase que solía decirte por las noches:

Jesús murió por los pecados de alguien, no por los míos

y la frase que hubiera cabido en boca de mi madre

se mezcló con la canción de una chiquilla suicidándose.

 

 

 

 

 

Patricia Lee

 

Flota Patricia Lee sobre la vereda, como un poema

de Rimbaud. Es de oro la luz y sin embargo ella sabe

que puede no alumbrar. Cuando era chica quería ser

poeta. Tenía al niño genio de la mano, pasaba con él

su temporada en el infierno. Saludaba el ojo bizco

camino del templo a los vecinos, pensando

que su palabra no era para esa gente. Algún día volveré

y seré millones, se decía, cantaré en estadios,

estudios, festivales, y aplaudirán los músicos del mundo,

no esta gentuza de pueblo. Cuando era chica quería ser

famosa. Más tarde quiso ser la monja de Calcuta.

No la maldita, no la artista consumida, no la puta,

sino la que llora al hermano muerto, al marido muerto,

a los amigos. Ya no hay distancia entre los sueños

y la vida. Por eso canta en la noche en los estadios,

los estudios, los rincones de su casa. Canta Patricia Lee

y mientras canta la maldicen los bizcos y los genios,

gritan camino del templo los poetas, Volvé a tu casa,

Patti, volvé a tu casa. Pero Patti lee,

Patti Lee….

 

 

 

 

 

Muchacha de Ucrania/ 2003

 

¿Cómo van en tu tierra las cosas?,

pregunto. Siempre peor, me responde,

es todo una mafia. Mi prima allá abajo

levanta la mano. La chica se llama Alexandra

y va a trabajar a Gerona. Tiene a su padre

en Valencia y a su madre limpiando

un albergue en Milano.

                                                      Su hermano,

que cumple catorce, se ha quedado en Ucrania

cuidando la casa. Hablo tres lenguas, me dice,

ucraniano, moldavo y rumano, pero eso no sirve

en España. En el bus van gitanos, letones

y húngaros, y esta chica que tiene a su madre

en Milano. También va una mujer de Trujillo

que no tiene papeles, me lo dijo comprando

el pasaje. Hay un sitio mejor

y está lejos.

                                                                                                         

                                                   (Por la tarde

                                     he llamado a mis hijas.

                                                     No estaban)

 

                                        Yo quería quedarme

cuidando la casa, me dice la chica de Ucrania,

pero es mejor que se quede mi hermano.

Conversando, he olvidado que estoy todavía

en Torino, que el bus no ha arrancado,

que mi prima allá abajo levanta

la mano.

 

 


 

 

Los hermanos García/ 1978-1983

A Juan, Antonio y Mary.

 

Por la ventana que da a la Escuela Alberdi, veo pasar

hacia la noche a chicas como yo y a los muchachos.

Los escucho reír en la vereda, bajo esta ventana pequeña.

Es noche de sábado y los hermanos cocinan puchero

de falda y de quijada. Sé que otros se han escondido

en el Tigre, en la Patagonia o en Longchamps. Algunos

mandan señas, flores sobre la falda, desde Oslo,

Gotinga o Amsterdam. Yo vivo tras este ojo de buey,

con la quijada contra el marco, mirando a las chicas

y muchachos que cruzan la avenida. Es también sábado

en la pieza del hotel, sobre los techos de esta casa

de citas, junto a la comisaría, donde alquilan

los camioneros sus siestas de amor con los colimbas

o las mujeres de la Humberto Primo.  Aquí, tras el vidrio

de esta raja de luz, bajo el ala de unos gallegos venidos

de Inriville, espero que pasen los meses o los años.

García quiere decir Smith y el más común de los mortales

se llama Juan. Sube cada mañana la precaria escalera

con su manojo de llaves y comida y como una lonja

de sol me abre paso entre putas, milicos y viajantes.

 

(C) María Teresa Andruetto

De Kodak (Argos, 2001)

 

 

Hamaca

 

Estoy en cama

                (la enfermera 

                 se llama Erminda)

Por la ventana que da al patio,            

mi hermana pasa a bordo de una hamaca.

Pasan también las moras, el verano,

las chicharras. Ha de ser octubre,

como esta tarde, o tal vez noviembre,

y el calor agobia, porque mi padre

que llega del trabajo, se ha soltado,

cosa extraña, la corbata. Yo estoy

en cama. Y Ana que pasa alegre,

viva, a bordo de la hamaca.

Habrá sido de vidrio el aire,

como esta tarde.

 


 

 

Desnuda en la tienda

 

                                                    No era coqueta

                                                          Era fuerte.

                                                      June Jordan

 

Necesito ropa, dijiste. Una blusa

alegre, de color subido. Y fuimos

a la tienda. La chica que nos llevó

a los vestidores se llamaba Tula.

Te queda rico, dijo, te queda de novela.

Nos metimos las dos en esa caja,

entrábamos apenas.

 

Como no había asientos ni percheros

te ofrecí mis brazos.

 

Te sacaste el vestido, la campera,

te sacaste la blusa, las hombreras,

te sacaste el turbante, la remera,

te sacaste el corpiño, la bolsita de mijo,

te miraste al espejo y me miraste

y yo vi tu pecho crudo, las costillas

al aire, y después tu corazón

como una piedra, fuerte y fatal

como una piedra.                                     

 

 

 

              


 

                    

Instantánea con caballo

 

 

Tu cuerpo de muchacho

tira las riendas: la pierna

avanza y es bonito el caballo,

te diría, con su pelaje oscuro.

Tal vez sea una yegua mansa

porque hay niños sobre el lomo,

sin cabalgadura. Tu hermano

se ha vuelto hacia el fotógrafo

y están los otros en el cogote

y en la grupa.

 

Es una foto de blanco

y negro, con los bordes ajados,

te diría ( causa gracia esa remera

de banlon, sobre los pantalones

nuevos). Tu madre, escondida

tras los niños, sostiene todo.

Veo las piernas y la pollera;

es su fuerza lo que miro,

te diría.

 

 


 

 

Visita

 

 

Hoy vino mi madre a visitarme

y caminamos las dos por estas calles.

Hablamos de mi hermano,

de los hijos, de las chicas del Sur,

de mi cuñado. Otra vez yo critiqué

al gobierno y ella dijo otra vez

“¡Es un país tan grande!”. No quiere

que me queje: “¡Este país generoso

recibió a tu padre!” y rodamos las dos

hacia una zona de tristeza, en silencio,

hasta que se detiene y dice: “Ayer

hice dulce de duraznos” y yo digo

que hablaron de mi libro

en el diario.

 

 

Peras

Había una rosca cubierta

de azúcar, una mesa con el hule

verde y una frutera de vidrio

(por la loneta de las cortinas, el sol

sacaba tornasolados color de ajenjo),

y había peras. Recuerdo los cabos rotos

y el punto negro que, en una de ellas,

hace el gusano. Sé que las dos teníamos

el pelo corto y unos vestidos

almidonados.

Después algo (quizás el viento)

sonó allá afuera y mi madre dijo

que acababan de pasar

Los Reyes.

 

 

Lunes

Los lunes mi padre llegaba tarde

y traía chocolates amargos.

En la cama grande, mamá nos leía

La Cabaña del Tío Tom.

A nosotras nos gustaban los lunes,

nos gustaba llorar por tristezas

de cuento, sufrir por los negros

mientras comíamos chocolates

Suchard.

 

 

 

Citroën

Regresábamos en un Citroën

rojo, desde una laguna de sal,

un pueblo ahora de fantasmas,

a nuestra casa, en la luz. Y él

cantaba, de viva voz, como

nunca cantaba, voglio vivere

cosí, con il sole in fronte, y

mi madre y nosotras también

cantábamos.

 

(C) MARIA TERESA ANDRUETTO 

 

 

 

NARRADORAS  ARGENTINAS

 

 

 




 

María Teresa Andruetto (Aº Cabral, 1954). Publicó novelas, ensayos, cuentos y libros para niños. En poesía, Palabras al rescoldo, Pavese y otros poemas, Kodak, Beatriz, Pavese/Kodak, la antología personal Tendedero, Sueño Americano y Cleofé. Sus poemas son el tema de tesis doctoral de Blanca Rodríguez Vasquez (UNAM, 2017) y de Tríptico en tono menor (Luisa Ruiz Moreno, E y C, México, 2014) entre otros muchos estudios. Actualmente Ediciones en danza prepara su poesía reunida. Tradujo del portugués a la poeta ítalo brasileña Marina Colasanti y preparó selección y prólogo de La pesadora de perlas con poemas de Circe Maia. Obtuvo entre otras distinciones Fondo Nacional de las Artes, finalista Rómulo Gallegos, Iberoamericano a la Trayectoria en Literatura Infantil SM/Guadalajara 2009, Premio Cultura Universidad Nacional de Córdoba, Hans Christian Andersen 2012 y Konex de Platino 2014.